2006. Artículo editorial escrito para Diario Hoy.
«El Ecuador de los días que vivimos está lleno de saltos al vacío”, aseguraba en noviembre pasado León Roldós, ex candidato a la Presidencia de la República. Esta alegoría cobra remozado vigor cuando se avizora una mayoría legislativa inspirada en el pacto de los partidos políticos que, a fines de 2004, atropellando la Constitución con la anuencia del coronel Lucio Gutiérrez, cambiaron la Corte Suprema de Justicia e impusieron la tristemente célebre «Pichicorte»; antesala de la ruptura constitucional que propició el mismo coronel al desconocer a su propia Corte, horas antes de fugar del palacio presidencial.
Un triunfo de Álvaro Noboa Pontón, que encontraría sostén en esos partidos políticos, consolidaría un grado de concentración de poderes pocas veces visto en el Ecuador. No solo eso, los reajustes políticos propuestos por esas fuerzas servirán, quién lo duda, para reflejar la nueva constelación de poder legislativo (posible por la ausencia de importantes sectores políticos en el Parlamento, que optaron por alentar el voto nulo o por no presentar candidatos). En el caso de un triunfo de Rafael Correa, las transformaciones que Alianza País pretende llevar a cabo encontrarían un dique en la indicada alianza parlamentaria.
Esta es una de esas encrucijadas en las que la sociedad, si realmente quiere quebrar la estructura mafiosa del poder político y económico, solo tiene un camino: la Asamblea Nacional Constituyente de plenos poderes. Para enfrentar a una oligarquía consolidada, desde la sociedad civil habrá que disputar al poder constituido la convocatoria de una Constituyente. Y en el segundo caso, la sociedad organizada tendría que respaldar y presionar a que Correa haga realidad la Constituyente, llave maestra de los cambios propuestos.
La Constituyente debería servir para construir una democracia activa, radical y deliberativa orientada a consolidar y garantizar los derechos civiles, políticos, sociales y colectivos; propiciar un modelo participativo a través del cual todos los ciudadanos puedan ejercer el poder, formar parte de la toma de decisiones públicas y controlar la actuación de sus representantes políticos; definir instrumentos, normas y procedimientos que controlen y fiscalicen la actuación de la administración pública; impedir que los tribunales electorales, las cortes, los organismos de control y el mismo Congreso sigan siendo cuevas de pícaros al servicio de la oligarquía; generar un Estado descentralizado que transfiera parte del poder a la ciudadanía; reducir el hiperpresidencialismo y aquellos mecanismos de chantaje desde el parlamento, que se extienden a los tribunales de control; recuperar espacios de soberanía para el Estado. Misión imposible si se la encarga a los padrinos del viejo orden.
Desde una perspectiva más amplia, la Constituyente debe ser, como afirmaba el mismo Roldós, «de ruptura del actual sistema», como paso previo para establecer otro marco de certezas que viabilicen el desarrollo con equidad.